El Estado es el peor enemigo de los trabajadores.
Por Martín Benegas Ortega.
En estas fechas, donde se conmemora el Día Internacional del Trabajo, fecha profanada tanto por la izquierda —desde la socialdemocracia hasta el comunismo— como por la derecha, especialmente en sus vertientes más corporativistas como el nazismo, el fascismo y sus variantes vernáculas como el peronismo en Argentina o el ibañismo en Chile, se ha cooptado el 1 de mayo ocultando ex profeso su origen anarquista. En este breve artículo —el primero que escribo para esta prestigiosa publicación— intentaré reivindicar los derechos de los trabajadores desde el liberalismo anarquista.
Existe un cliché casi unánimemente aceptado: que el liberalismo se opone a los derechos de los trabajadores. Se suele acusar a los liberales de elitistas, "desclasados", defensores incondicionales del patrón, y críticos de los trabajadores que exigen mejores condiciones, tratándolos de vagos o revoltosos. En realidad, quienes sostienen estas ideas no son liberales, sino rancios neoconservadores que han profanado el liberalismo y que no dudan en defender a tiranos sanguinarios, como Pinochet o Videla, en nombre de un pseudo libre mercado que en realidad es un mercado hiperregulado que solo favorece a corporaciones amigas del poder. Usan la etiqueta del movimiento emancipador más importante de la historia para esparcir su veneno estatista y hacer una defensa corporativa de los privilegios que otorga el Estado a las grandes corporaciones, permitiéndoles operar en mercados cautivos y obtener ganancias extraordinarias.
Nada más lejos del verdadero liberalismo. Lo que el liberalismo realmente rechaza es la intervención del Estado en la relación laboral. No debe existir intermediario alguno entre patrón y empleado: debe ser una relación entre iguales, basada en las condiciones que ambas partes estipulen libremente. Pero para que exista verdadera igualdad, no puede haber privilegios espurios para ninguno. En el contexto actual, estos privilegios sí existen y tienen un único responsable: el Estado. Como brillantemente describió Lysander Spooner, el Estado no es otra cosa que una banda de ladrones y asesinos que se arroga el monopolio de la fuerza.
Por un lado, el Estado reduce drásticamente la oferta laboral, ahogando a millones de emprendedores con impuestos criminales y permisos burocráticos. Obstaculiza el progreso natural de las ideas con patentes y derechos de autor que crean monopolios y mercados cerrados, dando lugar a una verdadera casta de pseudoempresarios cómplices del poder político. Estos mismos actores hacen lobby dentro y fuera de la ley para que los parlamentos promulguen más regulaciones que impidan la aparición de nuevos competidores, manteniendo a los consumidores como rehenes y permitiéndoles vender productos caros, defectuosos y con obsolescencia programada. Se benefician de estas verdaderas patentes de corso otorgadas por el Leviatán, mientras millones de emprendedores son asfixiados por costos imposibles y se ven obligados a gastar la mayor parte de su capital inicial en cumplir requisitos estatales.
Esto provoca una sobreoferta artificial de empleados y una suboferta también artificial de empleos. Por la ley de oferta y demanda, esto conlleva a la baja generalizada de los salarios, obligando a los trabajadores a aceptar malas condiciones laborales para evitar la pobreza o incluso la indigencia. Este contubernio entre Estado y grandes corporaciones se vale de la fuerza ilegítima para mantenernos atrapados en un sistema que nos convierte, simultáneamente, en consumidores forzados y trabajadores desprotegidos.
Hay otra arista igualmente perversa de la intervención estatal. Tomando prestada una frase de Larry Browne sobre el socialismo: “El Estado te rompe las piernas y luego te regala las muletas”. Ante la baja de salarios y la precarización laboral provocada por la cartelización del mercado laboral, el Estado responde con leyes laborales y salario mínimo que, en apariencia, buscan defender a los trabajadores. En realidad, agravan el problema. Estas leyes favorecen a las grandes corporaciones, que son las únicas capaces de cumplirlas. Así, se obliga por la fuerza a que una pequeña empresa cumpla con las mismas exigencias que una multinacional. El resultado es predecible: quiebra masiva de pymes y concentración del mercado en manos de corporaciones corruptas.
Hablar contra estos supuestos “beneficios laborales” es impopular, pero necesario. Como explicó Bastiat en Lo que se ve y lo que no se ve, lo visible es el beneficio inmediato que obtienen algunos trabajadores protegidos por la ley. Lo invisible es el efecto mediato y negativo: el desempleo generado por encarecer artificialmente la contratación, el cierre de empresas que no pueden asumir tales costos, etc. No se trata de atacar a quienes recurren a estas leyes por necesidad —porque realmente sufren precariedad—, pero es necesario señalar que estas normas también fomentan el fraude y la “industria del juicio”, donde inescrupulosos buscan indemnizaciones injustas contra pequeños empresarios sin poder político ni judicial. Además, los sindicatos actuales, lejos de representar genuinamente a los trabajadores, son nidos de burócratas parasitarios que roban compulsivamente a sus afiliados —quienes no pueden elegir si quieren afiliarse— y que muchas veces solo buscan obtener fueros para no ser despedidos, aunque no cumplan con sus obligaciones laborales.
Así, el Estado concentra el poder económico en unos pocos, precarizando el mercado laboral, eliminando la competencia y perjudicando a los consumidores. En contraposición, el libre mercado tiende a desconcentrar el poder. En un mercado laboral verdaderamente libre —sin impuestos, regulaciones, patentes ni leyes laborales coercitivas— millones podrían emprender, y quienes mejor satisfagan la demanda crecerían, aunque siempre con el riesgo de ser desplazados por competidores más eficientes. Esto haría descender la oferta de empleados, pues muchos optarían por emprender, lo que elevaría los salarios. Las empresas, para atraer talento, deberían ofrecer condiciones laborales atractivas. La libre competencia también mejoraría la calidad y los precios de los bienes y servicios.
Seguramente el lector, a esta altura, pensará que sería hermoso vivir en un mundo donde el libre mercado —que no es otra cosa que la interacción voluntaria entre individuos— regule las relaciones laborales. Pero esa no es la realidad actual. Entonces, ¿qué hacer? Debemos asumir que probablemente no veamos el fin del Estado durante nuestras vidas. Sin embargo, sí podemos vivir al margen de sus garras y, sobre todo, no colaborar con este ente criminal. En el ámbito laboral, esto implica buscar empleos en empresas que no colaboren con el Estado, emprender en sectores lo menos regulados posible, consumir productos ofrecidos por empresarios honestos y no por megacorporaciones corruptas, ayudar activamente a evadir impuestos, y no facturar bajo ningún concepto salvo que sea absolutamente obligatorio, ya que la norma coherente con los principios del liberalismo es no alimentar al ente opresor con recursos. Asimismo, es fundamental promover y participar del mercado negro y el contrabando, que no son delitos morales sino mecanismos legítimos de resistencia frente al saqueo estatal. Establecer relaciones laborales basadas en la confianza y el beneficio mutuo, sin mediación de leyes coercitivas, es el camino consecuente. Solo así, los trabajadores —tanto empleados como emprendedores honestos— podremos ejercer una resistencia activa contra el Estado y sus corporaciones cómplices, construyendo una verdadera masa crítica en defensa de la libertad.