El ídolo moderno: El Estado y la pérdida de lo sagrado.
Por Susana Gómez.
Editora de El Libertador Galopante y
Diplomado en Economía de la Escuela Austriaca.
La razón, como pilar del pensamiento humano, es fundamental para estructurar nuestras decisiones y comprender el mundo. Habitualmente, esta se estimula en la educación formal.
La fe, se debe analizar como un bien intangible transmitido a través de la educación informal. Representa una herencia inmaterial que fortalece la identidad individual, pero que hoy se ve amenazada por un Estado que intenta imitar los atributos divinos, posicionándose incluso como su contrario.
Un Estado que aspira a replicar características asociadas con lo divino como: la omnisciencia, la omnipotencia y la soberanía absoluta, la que interfiere directamente con la libertad, un derecho natural derivado de la propiedad privada sobre las creencias personales. Esta pretensión estatal de control absoluto choca con los principios que defienden la autonomía individual y rechazan toda forma de coerción externa, especialmente cuando el Estado pretende suplantar el rol de lo divino en la vida de los ciudadanos.
Un Estado que persigue la omnisciencia, intenta conocer en detalle los pensamientos y acciones de sus ciudadanos mediante vigilancia masiva o recolección de datos. Esta intromisión invade la esfera privada donde la fe se cultiva y se transmite, especialmente en entornos informales como la familia o las comunidades. Tal intromisión no solo vulnera la libertad individual, sino que deslegitima la fe como un acto personal y soberano, al someterla al escrutinio estatal. Existen ejemplos concretos donde la vigilancia de prácticas religiosas o la censura de expresiones espirituales busca suprimir cualquier narrativa que desafíe la autoridad estatal.
La omnipotencia estatal, manifestada en el control total sobre la vida social, económica y personal, restringe la capacidad de los individuos para vivir y heredar su fe según sus propios valores. Un Estado que regula qué prácticas religiosas son aceptables o que impone ideologías oficiales atenta contra todo derecho natural, reemplazando la libertad de culto con la obediencia forzada. Las políticas que prohíben ciertas expresiones de fe o que imponen una educación contraria a los valores de las familias erosionan profundamente esa herencia inmaterial que la educación informal busca conservar.
La omnipresencia del Estado, alcanzada mediante vigilancia constante y presencia en todos los ámbitos de la vida cotidiana, crea un entorno donde la fe no puede florecer espontáneamente. La educación informal, que incluye las transmisiones religiosas, depende de espacios libres de coerción. Un Estado omnipresente con cámaras, control digital y monitoreo constante, genera un clima de autocensura que inhibe la práctica y enseñanza de la fe, pues los individuos temen represalias. Esto se observa con claridad en aquellos regímenes que castigan las disidencias religiosas como forma de preservar su control.
En cuanto a la soberanía absoluta que muchos Estados modernos pretenden asumir, exigiendo obediencia incondicional, esta se opone radicalmente a la naturaleza misma de la fe, que, en muchas tradiciones, reconoce solo una autoridad superior: la divina. Esa exigencia estatal de sumisión total, como si se tratara de una deidad, desplaza a la fe y destruye el sentido de pertenencia y propósito que esta genera. Se convierte así en ilegítima, pues toda autoridad auténtica debería derivar del consentimiento individual.
Los Estados totalitarios suelen utilizar la educación formal como principal herramienta para proyectar esta imagen "divina" del poder estatal y asegurar la sumisión intelectual de su población. Esto se logra con medidas como: currículos controlados, adoctrinamiento, control del pensamiento y formación ideológica. La historia nos ofrece ejemplos contundentes: la Alemania nazi y la Unión Soviética entre otros, lograron que sus ciudadanos perdieran la libertad, fueran oprimidos y progresivamente deshumanizados.
Hoy es necesario recordar declaraciones como la de Barmen (1934), realizada por cristianos alemanes que se opusieron al Movimiento Cristiano Alemán. En ella se rechaza la subordinación de la Iglesia al Estado. O las advertencias del teólogo y sociólogo Jacques Ellul, quien denunció cómo el poder estatal puede convertirse en un ídolo que sustituye a Dios y coarta la vida privada.
Es así como el Estado, en su ambición de divinidad, se convierte en el tentador de la fe, desplazando la confianza en Dios y vulnerando no solo la libertad, sino también la responsabilidad personal que da sentido a nuestra humanidad. Al sustituir lo trascendente por lo terrenal, el poder político pretende ocupar el espacio que está reservado a lo sagrado, debilitando el fundamento espiritual que sostiene la vida interna/espiritual. Esta suplantación no es meramente simbólica: tiene consecuencias reales en la manera en que las personas entienden su identidad, su propósito y su relación con los demás.
La fe, cuando se transmite libremente, no solo edifica al individuo, sino que también enriquece a la sociedad, aportando valores como la solidaridad, el respeto, la esperanza y la dignidad. Pero para que esta transmisión sea auténtica, necesita un entorno de libertad. Libertad para creer, para enseñar, para disentir y para vivir conforme a las propias convicciones. Cuando el Estado irrumpe en ese terreno, lo hace muchas veces bajo la promesa de orden y seguridad, pero lo que deja tras de sí es un vacío espiritual, una sociedad más uniforme pero menos humana.
Por ello, es imperativo defender la herencia inmaterial que la educación informal, especialmente la familiar, resguarda silenciosamente generación tras generación. Es allí, en la intimidad de un relato compartido, de un gesto de fe en medio de la incertidumbre, donde se siembra la semilla de la libertad interior. Solo preservando estos espacios libres del control estatal podremos asegurar una sociedad donde la razón y la fe dialoguen, donde la libertad no sea tolerada, sino reconocida como un derecho inalienable, y donde el ser humano pueda vivir con sentido, con esperanza.